(01/05/2016)
Libro de los Hechos de los Apóstoles 15, 1-2.22-29.
Algunas personas venidas de Judea enseñaban a los hermanos que si no se hacían circuncidar según el rito establecido por Moisés, no podían salvarse. A raíz de esto, se produjo una agitación: Pablo y Bernabé discutieron vivamente con ellos, y por fin, se decidió que ambos, junto con algunos otros, subieran a Jerusalén para tratar esta cuestión con los Apóstoles y los presbíteros. Entonces los Apóstoles, los presbíteros y la Iglesia entera, decidieron elegir a algunos de ellos y enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas, llamado Barsabás, y a Silas, hombres eminentes entre los hermanos, y les encomendaron llevar la siguiente carta: "Los Apóstoles y los presbíteros saludamos fraternalmente a los hermanos de origen pagano, que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia. Habiéndonos enterado de que algunos de los nuestros, sin mandato de nuestra parte, han sembrado entre ustedes la inquietud y provocado el desconcierto, hemos decidido de común acuerdo elegir a unos delegados y enviárselos junto con nuestros queridos Bernabé y Pablo, los cuales han consagrado su vida al nombre de nuestro Señor Jesucristo. Por eso les enviamos a Judas y a Silas, quienes les transmitirán de viva voz este mismo mensaje. El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido no imponerles ninguna carga más que las indispensables, a saber: que se abstengan de la carne inmolada a los ídolos, de la sangre, de la carne de animales muertos sin desangrar y de las uniones ilegales. Harán bien en cumplir todo esto. Adiós".
Salmo 67(66), 2-3.5.6.8.
El Señor tenga piedad y nos bendiga,
haga brillar su rostro sobre nosotros,
para que en la tierra se reconozca su dominio,
y su victoria entre las naciones.
Que canten de alegría las naciones,
porque gobiernas a los pueblos con justicia
y guías a las naciones de la tierra.
¡Que los pueblos te den gracias, Señor,
que todos los pueblos te den gracias!
Que Dios nos bendiga,
y lo teman todos los confines de la tierra.
Apocalipsis 21, 10-14.22-23.
Me llevó en espíritu a una montaña de enorme altura, y me mostró la Ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios. La gloria de Dios estaba en ella y resplandecía como la más preciosa de las perlas, como una piedra de jaspe cristalino. Estaba rodeada por una muralla de gran altura que tenía doce puertas: sobre ellas había doce ángeles y estaban escritos los nombres de las doce tribus de Israel. Tres puertas miraban al este, otras tres al norte, tres al sur, y tres al oeste. La muralla de la Ciudad se asentaba sobre doce cimientos, y cada uno de ellos tenía el nombre de uno de los doce Apóstoles del Cordero. No vi ningún templo en la Ciudad, porque su Templo es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero. Y la Ciudad no necesita la luz del sol ni de la luna, ya que la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero.
del Evangelio según San Juan 14, 23-29.
Jesús le respondió: "El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho.» Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡ No se inquieten ni teman ! Me han oído decir: 'Me voy y volveré a ustedes'. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.
REFLEXIÓN: “Vendremos a él y haremos morada en él”
“El Padre y yo, decía el Hijo, vendremos a él, es decir, en el hombre que es santo, y vendremos a morar en él”. Y yo creo que el profeta no se ha referido a otro cielo cuando ha dicho: “Tú que habitas en los santos, tú la gloria de Israel” (Sl 24 Vulg). Y el apóstol Pablo dice claramente: “Por la fe, Cristo habita en nuestros corazones” (Ef 3,17). No es de extrañar, pues, que Cristo se complazca en habitar en este cielo. Puesto que, si para crear el cielo invisible sólo tuvo necesidad de su palabra, tuvo que luchar para adquirir el otro cielo, y murió para rescatarlo. Por eso, después de todos estos trabajos, habiendo realizado su deseo, dice: “Esta es mi mansión por siempre, aquí viviré, porque la deseo” (sl 131,14)…
Ahora “¿por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas?” (sl 41,6). ¿Piensas encontrar en ti un lugar para el Señor? ¿Qué lugar hay en nosotros que sea digno de tan gran gloria? ¿Qué lugar sería digno para recibir su majestad? ¿Acaso sólo puedo adorarlo en el lugar en que sus pasos se detuvieron? ¿Quién me concederá, al menos, poder seguir las huellas de un alma santa “que él se escogió como heredad”? (sl 32,12)
Que se digne derramar en mi alma el ungüento de su misericordia, de tal manera que también yo sea capaz de decir: “Correré por el camino de tus mandatos cuando me ensanches el corazón” (sal 118,32). ¿Acaso podré, yo también, mostrar en mi “una gran sala bien preparada, en la que pueda comer con sus discípulos? (Mc 14,15) o por lo menos “un lugar donde reclinar la cabeza”(Mc 8,20).
escrito por
San Bernardo (1091-1153),
monje cisterciense y doctor de la Iglesia
Sermón 27, 8-10
(fuente: www.evangelio.org)
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