(03/06/2016)
Libro de Ezequiel 34, 11-16.
Así habla el Señor: ¡Aquí estoy yo! Yo mismo voy a buscar mi rebaño y me ocuparé de él. Como el pastor se ocupa de su rebaño cuando está en medio de sus ovejas dispersas, así me ocuparé de mis ovejas y las libraré de todos los lugares donde se habían dispersado, en un día de nubes y tinieblas. Las sacaré de entre los pueblos, las reuniré de entre las naciones, las traeré a su propio suelo y las apacentaré sobre las montañas de Israel, en los cauces de los torrentes y en todos los poblados del país. Las apacentaré en buenos pastizales y su lugar de pastoreo estará en las montañas altas de Israel. Allí descansarán en un buen lugar de pastoreo, y se alimentarán con ricos pastos sobre las montañas de Israel. Yo mismo apacentaré a mis ovejas y las llevaré a descansar -oráculo del Señor-. Buscaré a la oveja perdida, haré volver a la descarriada, vendaré a la herida y curaré a la enferma, pero exterminaré a la que está gorda y robusta. Yo las apacentaré con justicia.
Salmo 23(22), 1-3a.3b-4.5.6.
El Señor es mi pastor,
nada me puede faltar.
El me hace descansar en verdes praderas,
me conduce a las aguas tranquilas
y repara mis fuerzas;
me guía por el recto sendero,
Aunque cruce por oscuras quebradas,
no temeré ningún mal,
porque Tú estás conmigo:
tu vara y tu bastón me infunden confianza.
Tú preparas ante mí una mesa,
frente a mis enemigos;
unges con óleo mi cabeza
y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu gracia me acompañan
a lo largo de mi vida;
y habitaré en la Casa del Señor,
por muy largo tiempo.
Carta de San Pablo a los Romanos 5, 5b-11.
Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado. En efecto, cuando todavía éramos débiles, Cristo, en el tiempo señalado, murió por los pecadores. Difícilmente se encuentra alguien que dé su vida por un hombre justo; tal vez alguno sea capaz de morir por un bienhechor. Pero la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores. Y ahora que estamos justificados por su sangre, con mayor razón seremos librados por él de la ira de Dios. Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida. Y esto no es todo: nosotros nos gloriamos en Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien desde ahora hemos recibido la reconciliación.
del Evangelio según San Lucas 15, 3-7.
Jesús les dijo entonces esta parábola: "Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido". Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse".
LECTIO DIVINA
La oveja perdida y encontrada
La verdadera conversión:
de la justicia a la misericordia
(Lucas 15, 3-7)
Oración inicial
Padre mío, vengo hoy ante ti con el corazón dolorido, porque sé que estoy entre el número de aquéllos, que aun siendo pecadores, se creen justos. Siento en mí el peso de mi corazón hecho de piedra y de hierro. Quisiera estar también yo, hoy, entre el número de los que se acercan a tu Hijo para escucharlo: no quisiera obrar como los escribas y fariseos que, delante de tu amor, murmuran y critican.
Te ruego, Señor mío, que toques mi corazón con tus palabras, con tu presencia y embelésalo con una sola mirada, con una sola de tus caricias. Llévame a tu mesa, para que yo también pueda comer tu buen pan, o aunque sean las migajas, a tu Hijo Jesús, grano de trigo convertido en espiga y Alimento de salvación. No me dejes fuera, sino déjame entrar al banquete de tu misericordia. Amén
El contexto de este pasaje evangélico:
Este brevísimo pasaje constituye sólo el comienzo del gran capítulo 15 del Evangelio de Lucas, un capítulo muy centrado, casi el corazón del Evangelio o de su mensaje. Aquí, de hecho, están reunidos los tres relatos de la misericordia, como en una única parábola: la oveja, la moneda y el hijo son imágenes de una sola realidad, llevan en sí toda la riqueza y preciosidad del hombre ante los ojos de Dios, el Padre. Aquí está el significado último de la encarnación y de la vida de Cristo en el mundo: la salvación de todos, Judíos y Griegos, esclavos o libres, hombres o mujeres. Ninguno debe permanecer fuera del banquete de la misericordia.
En efecto, precisamente el capítulo precedente a éste nos cuenta la invitación a la mesa del rey y nos dirige también a nosotros esta llamada: “¡Venid, todo está listo!” Dios nos espera, junto al puesto que ha preparado para nosotros, para hacernos sus comensales, para hacernos también a nosotros partícipes de su gozo.
La estructura de esta Lectura:
El versículo 3 hace de introducción y nos envía a la situación precedente, a saber, aquélla en la que Lucas describe el movimiento gozoso, de amor y conversión, de los pecadores y de los publicanos, los cuales, sin miedo, siguen acercándose a Jesús para escucharlo. Es aquí donde se ceba la murmuración, la rabia, la crítica y por tanto el rechazo de los fariseos y de los escribas, convencidos de poseer en sí mismos la justicia y la verdad.
Por tanto la parábola que sigue, estructurada en tres relatos, quiere ser la respuesta de Jesús a estas murmuraciones; en el fondo, repuesta a nuestras críticas, a nuestros refunfuños contra Él y su amor inexplicable.
El versículo 4 se abre con una pregunta retórica, que supone ya una respuesta negativa: ninguno se comportaría como el buen pastor, como Cristo. Y por el contrario precisamente allí, en su comportamiento, en su amor por nosotros, por todos, está la verdad de Dios. Los versículos 5 y 6 cuentan la historia, describen las acciones, los sentimientos del pastor: su búsqueda, el compartir este gozo con los amigos. Al final, con el versículo 7, Lucas quiere dibujar el rostro de Dios, personificado en el Cielo: Él espera con ansia el regreso de todos sus hijos. Es un Dios, un Padre que ama a los pecadores que se reconocen necesitados de su misericordia, de su abrazo y no puede complacerse en aquéllos que se creen justos y permanecen alejados de Él.
MEDITAR LA PALABRA
a) Un momento de silencio orante:
Ahora, como los publicanos y pecadores, también yo deseo acercarme al Señor Jesús para escuchar las palabras de su boca, para prestar atención, con el corazón y con la mente a cuanto Él quiera decirme Me abro, ahora, me dejo alcanzar de su voz, de su mirada hacia mí, que me llega hasta el fondo.
b) Algunas pistas para profundizar:
“¿Quién de vosotros?”
Se necesita partir de esta pregunta fortísima de Jesús, dirigida a sus interlocutores de aquel momento, pero dirigida también hoy a nosotros. Estamos seriamente puestos de frente a nosotros mismos, para entender qué somos, cómo somos en lo profundo. “¿Quién es de vosotros un verdadero hombre?”, dice Jesús. Así como pocos versículos después dirá: “¿Qué mujer?”. Es un poco la misma pregunta que cantaba el salmista diciendo: “¿Qué cosa es el hombre?” (8,5) y que repetía Job, hablando con Dios: “¿Qué cosa es este hombre?” (7,17).
Por tanto, nosotros aquí, en este brevísimo relato de Jesús, en esta parábola de la misericordia, encontramos la verdad: llegamos a comprender quién es verdaderamente hombre, entre nosotros. Pero para hacer esto, se necesita que encontremos a Dios, escondido en estos versículos, porque debemos confrontarnos con Él, en Él reflejarnos y encontrarnos. El comportamiento del pastor con su oveja nos dice qué debemos hacer, cómo debemos ser y nos desvela cómo somos en realidad, pone al descubierto nuestras llagas, nuestra profunda enfermedad. Nosotros, que nos creemos dioses, no somos a veces ni siquiera hombres.
Veamos el por qué…
“noventa y nueve – uno”
He aquí que la luz de Dios nos pone enseguida frente a una realidad muy fuerte, comprometida, para nosotros. Encontramos en este Evangelio, un rebaño, uno como tantos, bastante numeroso, quizás de un hacendado rico: cien ovejas. Número perfecto, simbólico, divino. La plenitud de los hijos de Dios, todos nosotros, cada uno, uno por uno, ninguno puede quedar excluido. Pero en esta realidad sucede una cosa impensable: se crea una división enorme, desequilibrada al máximo. De una parte noventa y nueve ovejas y de la otra una sóla. No hay una proporción aceptable. Sin embargo estas son las modalidades de Dios. Nos viene enseguida pensar e interrogarnos a cuál de los dos grupos pertenecemos. ¿Estamos entre las noventa y nueve? ¿O somos aquella única, la sóla, tan grande, tan importante de hacer la contraparte a todo el resto del rebaño?
Miremos bien el texto. La oveja única. La sóla, sale pronto del grupo porque se pierde, descarrila, vive en suma, una experiencia negativa, peligrosa, quizás mortal. Pero sorprendentemente el pastor no la deja andar de ninguna manera, no se lava las manos; al contrario, abandona las otras, que habían quedado con él y va en busca de ella. ¿Es posible una cosa así? ¿Puede ser justificado un abandono de estas dimensiones? Aquí comenzamos a entrar en crisis, porque seguramente habíamos pensado espontáneamente clasificarnos entre las noventa y nueve, que permanecen fieles. Y por el contrario el pastor se va y corre a buscar a aquella mala, que no merecía nada, sino la soledad y el abandono que se había buscado.
¿Y qué sucede después? El pastor no se rinde, no piensa volver atrás, parece no preocuparse de sus otras ovejas, las noventa y nueve. El texto dice que él “va tras la perdida, hasta que la encuentra”. Es interesantísima esta preposición “tras”; parece casi una fotografía del pastor, que se inclina con el corazón, con el pensamiento, con el cuerpo sobre aquella única oveja. Examina el terreno, busca sus huellas, que él seguramente conoce y que las ha grabado en las palmas de sus manos (Is 49,16); interroga al silencio, para sentir si se oye todavía el eco lejano de sus balidos. La llama por su nombre, le repite los modos convencionales de llamarla, aquél con el que todos los días la escucha y acompaña. Y finalmente la encuentra. Sí, no podía ser de otro modo. Pero no hay castigo, ni violencia, ni dureza. Sólo un amor infinito y gozo rebosante. Dice Lucas: “Se la pone sobre sus hombros todo contento..” Y hace fiesta, en casa, con los amigos y vecinos. El texto no cuenta ni siquiera que el pastor haya vuelto al desierto a recoger las otras noventa y nueve.
Teniendo en cuenta todo esto, está claro, clarísimo, que debemos ser nosotros aquella única, aquella sóla oveja, tan amada, tan preferida. Debemos reconocer que nos hemos descarriado, que hemos pecado, que sin el pastor no somos nada. Este es el gran paso que la palabra del Evangelio nos llama a realizar, hoy: liberarnos del peso de nuestra presunta justicia, dejar el yugo de nuestra autosuficiencia y ponernos, también nosotros, de la parte de los pecadores, de los impuros, de los ladrones.
He aquí por qué Jesús comienza preguntándonos: “¿Quién de vosotros?”
“en el desierto”
Este es lugar de los justos, de quien se cree a tono, sin pecado, sin mancha. No han entrado todavía en la tierra prometida, están fuera, lejanos, excluidos del gozo, de la misericordia. Como los que no aceptaron la invitación del rey y se excusaron. Quién con una excusa, quién con otra.
En el desierto y no en la casa, como aquella oveja única. No en la mesa del pastor, donde hay pan bueno y substancioso, donde hay vino que alegra el corazón. La mesa preparada por el Señor: Su Cuerpo y su Sangre. Donde el Pastor se convierte él mismo en cordero, cordero inmolado, alimento de vida.
Quien no ama a su hermano, quien no abre el corazón a la misericordia, como hace el pastor del rebaño, no puede entrar en la casa, sino que permanece fuera. El desierto es su heredad, su morada. Y allí no hay comida, ni agua, ni redil para el rebaño.
Jesús come con los pecadores, con los publicanos, las prostitutas, con los últimos, los excluidos y prepara la mesa, su banquete con exquisitas viandas, con vinos excelentes, con alimentos suculentos (Is 25, 6). A esta mesa somos invitados también nosotros.
Pasos paralelos interesantes:
2 Samuel 12, 1-4:
«Había dos hombres en una ciudad, el uno era rico y el otro era pobre. El rico tenía ovejas y bueyes en gran abundancia; el pobre no tenía más que una corderilla, sólo una, pequeña, que había comprado. Él la alimentaba y ella iba creciendo con él y sus hijos, comiendo su pan, bebiendo en su copa, durmiendo en su seno igual que una hija.....
Mateo 9, 10-13:
Y sucedió que estando él a la mesa en la casa, vinieron muchos publicanos y pecadores, y estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos. Al verlo los fariseos decían a los discípulos: «¿Por quécome vuestro maestro con los publicanos y pecadores?» Mas él, al oírlo, dijo: «No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender qué significa Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores.»
Lucas 19, 1-10:
Zaqueo
Lucas 7, 39:
Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: «Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora.»
Lucas 5, 27-32:
Después de esto, salió y vio a un publicano llamado Leví, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo: «Sígueme.» Él, dejándolo todo, se levantó y le siguió. Leví le ofreció en su casa un gran banquete. Había un gran número de publicanos y de otros que estaban a la mesa con ellos. Los fariseos y sus escribas refunfuñaban diciendo a los discípulos: «¿Cómo es que coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?» Les respondió Jesús: «No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores.»
Mateo 21, 31-32:
«En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas llegan antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por camino de justicia, y no creísteis en él, mientras que los publicanos y las prostitutas creyeron en él. Y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después, para creer en él.
Breve comentarios de la tradición espiritual del Carmelo:
◙ Sta. Teresa del Niño Jesús
Hablando del P. Jacinto Loyson, que había abandonado la Orden del Carmen y después también abandonó la Iglesia, Teresa escribe así a Celina: “Es cierto que Jesús desea más de nosotros para hacer volver a esta oveja perdida al redil…” (L129)
“Jesús priva a sus ovejas de su presencia sensible, para dar sus consuelos a los pecadores…” (L 142). Hablando de Pranzini, de quien había leído la conversión en el momento supremo, antes de la ejecución, cuando tomando el crucifijo besó las santas llagas, escribe así: “ Después su alma voló a recibir la sentencia misericordiosa de Áquel que declara que en cielo habrá más gozo por un sólo pecador que hace penitencia, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia. (MA 46 r) ◙ Beata Isabel:
“ El sacerdote en el confesionario es el ministro de este Dios tan bueno, que deja las noventa y nueve ovejas fieles para correr a buscar a aquella sóla que se ha perdido…” (Diario, 13.03.1899). ◙ San Juan de la Cruz:
“Era tan grande el deseo que el Esposo tenía de liberar y redimir a su esposa de la mano de la sensualidad y del demonio, que habiéndolo ya realizado, se alegra como el buen Pastor que después de haber caminado mucho encuentra a la oveja perdida y con gran gozo se la coloca en las espaldas” (CB XXI, Anotaciones).
LA PALABRA Y LA VIDA
Algunas preguntas:
● “…habiendo perdido una de ellas…”. El evangelio reclama enseguida nuestra atención sobre la realidad fuerte y dolorosa del extravío, de la pérdida. Aquella única oveja del rebaño se ha salido del camino, se aleja de las otras. No se trata sólo de un suceso, algo que pasa, sino es más bien una característica de la oveja; en efecto en el versículo 6 se le llama “la perdida”, como si éste fuese su verdadero nombre.
Aquí está el punto de partida, la verdad. Porque es de nosotros de quien se habla. Somos nosotros los hijos dispersos, los extraviados, los errantes, los pecadores, los publicanos. Es inútil que continuemos creyéndonos justos, considerarnos mejores que los otros, dignos del Reino, de la presencia de Dios, con el deber de enfadarnos, de murmurar contra Jesús, que, al contrario, atiende al que yerra. Debo preguntarme, ante este evangelio, si estoy dispuesto a realizar este camino profundo de conversión, de revisión interior muy fuerte. Debo decidirme de una vez de qué parte quiero estar: si dejarme poner sobre las espaldas del buen pastor o permanecer distante, solo al fondo, con mi justicia. Pero si no sé usar la misericordia, si no sé acoger, perdonar, estimar, ¿cómo puedo esperar todo esto para mí?
● “…las noventa y nueve en el desierto…” Debo abrir los ojos a esta realidad: el desierto. ¿Dónde creo que estoy yo? ¿dónde habito? ¿A dónde camino? ¿Cuáles son mis verdes pastizales? Creo estar al seguro, habitar en la casa del Señor, entre sus hijos fieles y quizás sea verdaderamente así. “ En verdes praderas me hace reposar” dice el salmo. Pero yo ¿me siento en este reposo? Y entonces ¿por qué estoy tan inquieto, insatisfecho, siempre a la búsqueda de algo nuevo, mejor, más grande? Miro mi vida: ¿ no es un poco un desierto? Donde no hay amor y compasión, donde me quedo cerrado a mis hermanos y no sé acogerlos tales como son, con sus limitaciones, con los errores que cometen, con los sufrimientos que quizás me procuran, allí nace el desierto, allí me desespero y me siento hambriento y sediento. Este es el momento de dejarme cambiar el corazón: reconocerme miserable para convertirme en misericordioso.
● “...va tras la oveja perdida hasta que la encuentra” Hemos visto cómo el texto describe con finura la acción del pastor: deja todas las ovejas y va tras aquella única que se ha extraviado. El verbo puede parecer algo extraño, pero es muy eficaz. Como Oseas dice con respecto a Dios, que habla a su pueblo al que ama, como a una esposa: “Hablaré a su corazón” (2,16). Es un movimiento, un trasporte de amor; un inclinarse paciente, tenaz, que no se rinde, sino que insiste siempre. El amor verdadero, de hecho, no se acaba. Así trata el Señor a cada uno de sus hijos. También a mí. Si miro hacia atrás, si recuerdo mi historia, me doy cuenta de cuánto amor, de cuánta paciencia, de cuánto dolor, ha experimentado Él por mí, para encontrarme, para volverme a dar lo que yo había desperdiciado y perdido. Él jamás me ha abandonado. Lo reconozco. Verdaderamente es así.
Pero, llegado a este punto, ¿qué hago yo de este amor tan gratuito, tan grande, exuberante? Si lo tengo encerrado en mi corazón, se pierde. No se puede conservar como el maná hasta el día siguiente, pues de lo contrario los gusanos lo pudrirían. Debo, hoy mismo, distribuirlo, difundirlo, ¡Ay de mí si no amo! Y pruebo a examinar mi conducta hacia mis hermanos, a los que me encuentro cada día, con los que comparto mi vida. ¿Cómo es mi proceder con ellos? ¿Me parezco en algo al buen pastor, que va en busca, que se acerca, que se inclina con ternura, atención, amistad o también con amor? ¿Acaso soy superficial, no me importa nadie, dejo que cada cual obre como quiera, viva sus dolores, sin estar dispuesto a compartir, a conllevarlos juntos? ¿Qué clase de hermano, hermana soy yo? ¿Qué padre, qué madre soy?
● “ Alegraos conmigo”. El pasaje se cierra con una fiesta, termina siendo un verdadero y propio banquete, según la descripción que Lucas hace al final de la parábola. Una cena de un rey, una fiesta solemne, con el mejor alimento, preparado de antemano, para comerlo, llegada la ocasión, con las mejores vestidos, con los pies calzados y anillos al dedo. Un gozo que siempre va creciendo, que contagia, un gozo compartido. Es la invitación que el Padre, el Rey, nos hace cada día, cada mañana; desea que participemos también nosotros por el regreso de sus hijos, nuestros hermanos.
¿Me fastidia esto? ¿Está mi corazón abierto, disponible a este gozo de Dios? ¿Prefiero estar fuera, mejor exigiendo por lo que me parece que no me han dado, la parte del patrimonio que me corresponde, el premio especial para hacer fiesta con quien me parezca? Pero comprendo bien que si no entro ahora en el banquete de Dios, donde están invitados los pobres, los cojos, los ciegos, aquellos a quienes ninguno quiere; si no tomo parte en el gozo común de la misericordia, quedaré fuera por siempre, triste, cerrado en mí mismo, en las tinieblas y en el llanto, como dice el Evangelio.
LA PALABRA SE CONVIERTE EN ORACIÓN
a) Salmo 103, 1-4 8-13: El Señor es bueno y grande en el amor.
Bendice, alma mía, a Yahvé,
el fondo de mi ser, a su santo nombre.
Bendice, alma mía, a Yahvé,
nunca olvides sus beneficios.
Él, que tus culpas perdona,
que cura todas tus dolencias,
rescata tu vida de la fosa,
te corona de amor y ternura.
Yahvé es clemente y compasivo,
lento a la cólera y lleno de amor;
no se querella eternamente,
ni para siempre guarda rencor;
no nos trata según nuestros yerros,
ni nos paga según nuestras culpas.
Como se alzan sobre la tierra los cielos,
igual de grande es su amor con sus adeptos;
como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros crímenes.
Como un padre se encariña con sus hijos,
así de tierno es Yahvé con sus adeptos.
Oración final:
¡Oh Padre bueno y misericordioso, alabanza y gloria a ti por el amor que nos has revelado en Cristo tu Hijo! Tú, misericordioso, llama a todos para que sean también misericordia. Ayúdame a reconocerme cada día necesitado de tu perdón, de tu compasión, necesitado del amor y de la comprensión de mis hermanos. Que tu Palabra cambie mi corazón y me vuelva capaz de seguir a Jesús, de salir cada día con Él a buscar a mis hermanos en el amor. Amén.
(fuente: ocarm.org)
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