Buscar este blog

domingo, 23 de agosto de 2015

"¿Señor, a quién iremos?... Tú tienes palabras de vida eterna"

Vigésimo primer Domingo del tiempo ordinario
(23/08/2015)

Libro de Josué 24, 1-2a.15-17.18b.

Josué reunió en Siquém a todas las tribus de Israel, y convocó a los ancianos de Israel, a sus jefes, a sus jueces y a sus escribas, y ellos se presentaron delante del Señor. Entonces Josué dijo a todo el pueblo: "Así habla el Señor, el Dios de Israel: Sus antepasados, Téraj, el padre de Abraham y de Najor, vivían desde tiempos antiguos al otro lado del Río, y servían a otros dioses. Y si no están dispuestos a servir al Señor, elijan hoy a quién quieren servir: si a los dioses a quienes sirvieron sus antepasados al otro lado del Río, o a los dioses de los amorreos, en cuyo país ustedes ahora habitan. Yo y mi familia serviremos al Señor". El pueblo respondió: "Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses. Porque el Señor, nuestro Dios, es el que nos hizo salir de Egipto, de ese lugar de esclavitud, a nosotros y a nuestros padres, y el que realizó ante nuestros ojos aquellos grandes prodigios. El nos protegió en todo el camino que recorrimos y en todos los pueblos por donde pasamos. Además, el Señor expulsó delante de nosotros a todos esos pueblos y a los amorreos que habitaban en el país. Por eso, también nosotros serviremos al Señor, ya que él es nuestro Dios.


Salmo 34(33), 2-3.16-17.18-19.20-21.22-23.

Bendeciré al Señor en todo tiempo,
su alabanza estará siempre en mis labios.
Mi alma se gloría en el Señor:
que lo oigan los humildes y se alegren.

Los ojos del Señor miran al justo
y sus oídos escuchan su clamor;
pero el Señor rechaza a los que hacen el mal
para borrar su recuerdo de la tierra.

Cuando ellos claman, el Señor los escucha
y los libra de todas sus angustias.
El Señor está cerca del que sufre
y salva a los que están abatidos.

El justo padece muchos males,
pero el Señor lo libra de ellos.
El cuida todos sus huesos,
no se quebrará ni uno solo.

La maldad hará morir al malvado,
y los que odian al justo serán castigados;
El Señor rescata a sus servidores,
y los que se refugian en El no serán castigados.


Carta de San Pablo a los Efesios 5, 21-32.

Sométanse los unos a los otros, por consideración a Cristo. Las mujeres deben respetar a su marido como al Señor, porque el varón es la cabeza de la mujer, como Cristo es la Cabeza y el Salvador de la Iglesia, que es su Cuerpo. Así como la Iglesia está sometida a Cristo, de la misma manera las mujeres deben respetar en todo a su marido. Maridos, amen a su esposa, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla. El la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada. Del mismo modo, los maridos deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. El que ama a su esposa se ama a sí mismo. Nadie menosprecia a su propio cuerpo, sino que lo alimenta y lo cuida. Así hace Cristo por la Iglesia, por nosotros, que somos los miembros de su Cuerpo. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos serán una sola carne. Este es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia.


del Evangelio según San Juan 6, 60-69.

Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: "¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?". Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: "¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen". En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: "Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede". Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: "¿También ustedes quieren irse?". Simón Pedro le respondió: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios".






LECTIO DIVINA

Oración inicial

Señor, tu Palabra es dulce, es como una gota de miel, no es dura, no es amarga. Aún cuando abrasa como el fuego, aún cuando es como martillo que rompe la roca, aún cuando es como espada afilada que penetra y separa el alma...¡Señor, tu Palabra es dulce! Haz que yo la oiga así, como música suave, como canción de amor; aquí están mis oídos, mi corazón, mi memoria, mi inteligencia. Aquí estoy ante ti, hazme un oyente fiel, sincero, fuerte; hazme permanecer, Señor, con los oídos del corazón, fijo en tus labios, en tu voz, en cada una de tus palabras, para que ninguna caiga en el vacío. Te ruego que envíes tu santo Espíritu abundantemente, que sea como agua viva que riega todo mi campo para que dé fruto, el 30, el 60 o el 100 por uno. Señor, haz que venga hacia ti, porque, tú lo sabes... ¿dónde podría ir, hacia quién, aquí en esta tierra, sino hacia ti?

a) Para colocar el pasaje en su contexto:

Estos versículos constituyen la conclusión del cap. 6 del Evangelio de Juan, en el cual el Evangelista presenta su "teología eucarística". Esta conclusión es el culmen de todo el capítulo, porque la Palabra nos hace ir cada vez más profundamente, más al centro: desde la multitud que aparece al principio, a los Judíos que discuten con Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, a los discípulos, a los doce, hasta Pedro, el único que representa a cada uno de nosotros, solos, cara a cara con el Señor Jesús. Aquí brota la respuesta a la enseñanza de Jesús, a su Palabra sembrada tan abundantemente en el corazón de los oyentes. Aquí se verifica, si el terreno del corazón produce espinas o cardos, hierba verde, que se convierte en espiga y después grano bueno en la espiga.

b) Para ayudar en la lectura del pasaje:

► v. 60: Juicio por parte de algunos apóstoles de la Palabra de Señor y, por tanto, contra el mismo Jesús, que es el Verbo de Dios. Dios no es considerado como un Padre bueno, sino como un patrono duro (Mt 25, 24), con el cual no es posible dialogar.
► vv. 61-65: Jesús desenmascara la incredulidad y la dureza de corazón de sus discípulos y revela sus misterios de salvación: su Ascensión al cielo, la venida del Espíritu Santo, nuestra participación en la vida divina. Estos misterios solamente pueden ser comprendidos a través de la sabiduría de un corazón dócil, capaz de escuchar, y no con la inteligencia de la carne.
► v. 66: Primera gran traición por parte de muchos discípulos que no han sabido aprender la gran ciencia de Jesús. En vez de volver la mirada al Maestro, le vuelven la espalda; interrumpen de este modo la comunión y no van ya más con Él
► vv. 67-69: Jesús habla con los Doce, sus más íntimos, y los coloca ante la elección definitiva, absoluta: permanecer con Él o marcharse. Pedro responde por todos y proclama la fe de la Iglesia en Jesús como Hijo de Dios y en su Palabra, que es la verdadera fuente de la Vida.

Un momento de silencio orante

He recibido el Don, la gracia, he escuchado la Palabra del Señor; ahora no quiero murmurar (v. 61), no quiero escandalizarme (v. 61), ni quiero dejarme ofuscar por la incredulidad (v. 64). No quiero traicionar a mi Maestro (v. 64), no quiero volverme atrás y no ir más con Él (v. 66)… ¡deseo estar con el Señor para siempre! En el silencio del corazón le repito infinitas veces: "Señor, ¿a quién vamos a ir, sino a ti?!". Heme aquí, Señor, que voy…

Algunas preguntas que me ayuden a permanecer, a descubrir la belleza de la vida, que es Jesús; que me guíen al Padre, para dejarme asir de Él y trabajar, seguro de su buen trabajo de amoroso Agricultor; y que me sostenga dentro de la savia vital del Espíritu, para encontrarme con Él como única cosa necesaria, para pedir sin cansarme.

a) ¿Me detengo, sobre todo, en la figura del discípulo y me dejo interrogar, me dejo retar, como si me pusiera delante de un espejo en el cual veo reflejada la verdad de mi ser y de mi obrar? ¿Qué clase de discípulo soy yo? ¿Trato de aprender cada día en la escuela de Jesús, de recibir su enseñanza, que no es doctrina de hombres, sino sabiduría del Espíritu Santo? "Todos serán enseñados por Dios" (Is 54, 13; Jer 31, 33ss), repiten de diversos modos los profetas, indicando que la única ciencia verdaderamente necesaria es la relación de amor con el Padre, la vida con Él. Pero, ¿quién es mi Maestro? ¿Soy también del grupo de discípulos que continúan preguntando a Jesús: "Señor, ¡enséñanos a orar!" (Lc 11, 1)? O de aquéllos que caminan detrás de Él a lo largo de los caminos de la vida e insisten en preguntarle: "Maestro, ¿dónde moras?" (Jn 1, 39), impulsados por el deseo de permanecer con Él? O, tal vez, soy como María Magdalena, que continúas repitiendo aquel nombre, incluso después de las terribles experiencia de muerte y de aniquilación: "¡Rabbuni!" (Jn 20, 10)? Subrayo los verbos que Juan refiere a los discípulos: "después de haber oído", "murmuraban", "os escandaliza", "no creían", "se volvieron atrás y ya no andaban con Él". Los medito uno por uno, los rumío, los repito, los pongo en relación con mi vida…

b) "Esta palabra es dura: ¿quién la puede escuchar?". ¿Es, de verdad, la palabra del Señor dura o, es duro mi corazón que solamente sabe encerrarse en sí mismo y no quiere escuchar? ¿Por qué no es dulce para mí la Palabra del Señor, más que miel en mi boca (Sal 119, 103)? ¿Por qué no me gusta conservarla en el corazón (Sal 119, 9. 11. 57), y recordarla día y noche? ¿Por qué no es mi lámpara, aún encendida cuando llega la noche, y no es luz que ilumina mis noches y la lámpara para todos mis pasos (Sal 119, 105)? ¿Por qué, ¡oh corazón mío!, no te abres y te dejas herir de esta espada de doble filo que penetra hasta lo más profundo, para hacer en ti distinción entre tantas distingos, claridad en medio de tantas claridades? ¿Por qué no la dejas entrar como Palabra de salvación y de amor? Entonces sabrás que, la palabra de tu Señor no es dura, no es amarga, no es severa, sino que se convertirá para ti en un canto de alegría y repetirás: "¡Mi lengua canta tus palabras, Señor!" (Sal 119, 172).

c) "Pero sabiendo Jesús en su interior…". El Señor me conoce en lo más profundo, Él sabe, Él escruta, Él me ha creado (Sal 139), me ha elegido desde toda la eternidad (Pr 8, 23). Conoce mi corazón y sabe lo que hay dentro de cada hombre (Jn 1, 48; 2, 25; 4, 29; 10, 15). Pero, ante su mirada, ante su voz que pronuncia mi nombre, ante su venida a mi vida, ante su llamar insistente (Ap 3, 20), ¿cómo reacciono yo? ¿Qué decisiones tomo? ¿Qué respuesta ofrezco? ¿Tal vez comienzo a murmurar, también yo, a traicionarlo, a alejarme y a olvidarlo?

d) "El espíritu es el que da vida". ¿Abro mi corazón, mi mente, toda mi persona a la Presencia del Espíritu Santo, a su soplo, a su fuego, a su agua que brota hasta la eternidad. Me pongo en relación con él, me hago amigo de aquellos personajes de la Biblia que confiaron plenamente su existencia a la obra del Espíritu Santo. Me acerco a la Virgen María: " He aquí que el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra" (Lc 1, 35)?; pero yo sé repetir con fuerza, o junto con Ella, con convencimiento: "Que se cumpla en mí tu Palabra" (Lc 1, 38)? ¿Me acerco a Simeón, hombre justo y temeroso de Dios, el cual "movido por el Espíritu Santo fue al templo" (Lc 2, 27)?; ¿me dejo llevar así, me dejo llevar por donde el Señor quiere, adonde me espera? O ¿quiero siempre ser yo el que toma la orientación que he de dar a mi vida? ¿Me acerco a Jesús, a Pedro, a Pablo, o a los otros apóstoles y evangelizadores de los cuáles hablan los Hechos y me pongo a discutir': qué puesto ocupa en mi vida de cristiano, como hermano entre hermanos, el Espíritu Santo? Si el Espíritu Santo es el que la da vida, mi ser, vivo o muerto, depende de él, de su presencia en mí, de su acción; quizás debería profundizar e intensificar la relación con el Espíritu de mi Señor…

e) En estos pocos versículos Juan nos habla de un misterio muy bello y profundo que él encierra en el verbo "ir" "venir" referidos a Jesús. ¿Comprendo ahora que mi vida encuentra su sentido verdadero, su razón de ser, de continuar cada día, justo en relación a este movimiento de amor y de salvación. "Venir a mi" (v. 65), "no iban ya más con él" (v. 66), "queréis iros?" (v. 67), ¿"a quién iremos?" (v. 68). La pregunta de Pedro, que en realidad es una afirmación fortísima de fe y de adhesión al Señor Jesús, significa esto: "¡Señor, yo no iré a ningún otro, sino solamente a ti!; ¿es así mi vida? ¿Siento en mí estas palabras apasionadas? Respondo cada día, en cada momento, en las situaciones más diversas de mi vida, en mi ambiente, delante de las personas, a la invitación que me hace Jesús personalmente: "¡Venid a mí! ¡Ven a mí!¡Sígueme!"? ¿A quién voy yo? ¿Hacia dónde corro? ¿Qué pasos estoy siguiendo? " ¡haz que yo vaya a Ti, Señor"!

Una clave de lectura

Como sarmiento, busco el modo de estar siempre más injertado en mi Vid, que es el Señor Jesús. Bebo, en este momento, de su Palabra y de su savia buena, tratando de penetrar más en profundidad para absorber el escondido alimento, que me transmite la verdadera vida. Estoy atento a las palabras, a los verbos, a las expresiones que Jesús usa y que me reclaman a otros pasajes de las divinas Escrituras y me dejo, así, purificar.

• La Palabra del Señor y la relación de amor con ella
En este fragmento Juan me presenta la palabra del Señor como punto de encuentro, lugar de cita con Él; me percato que ella es el lugar de la decisión, de las separaciones cada vez más profundas de mi corazón y de mi conciencia. Me doy cuenta de que la Palabra es una Persona, es el mismo Señor, presente delante de mí, entregado a mí, abierto a mí. Toda la Biblia, página tras página, es una invitación, dulce y fuerte al mismo tiempo, al encuentro con la Palabra, a conocer a la Novia, a la Esposa, que es la Palabra que sale, como un beso de amor, de la boca del Señor. El encuentro que se me otorga no es superficial, vacío, huidizo o esporádico, sino intenso, pleno, constante, ininterrumpido, porque es como el encuentro entre el esposo y la esposa; así me ama el Señor y se entrega a mí. Hace falta la escucha atenta y pronta para que ninguna de sus palabras caiga en el vacío (1 Sam 3, 19); hace falta la escucha del corazón, del alma (Sal 94, 8; Bar 2, 31); hace falta la obediencia de los hechos, de toda la vida (Mt 7, 24-27; St. 1, 22-25); hace falta una decisión verdadera y decidida que me haga preferir la Palabra del Señor hasta tenerla por hermana (Pr 7, 1-4) o como esposa en mi casa (Sab 8, 2).

• La murmuración y la cerrazón del corazón
Esta temática de la murmuración me sacude aún más, me mete en crisis, recorriendo la Biblia, aunque sea solamente con la memoria, me doy cuenta de que, la murmuración contra el Señor y contra su modo de obrar, es la realidad más terrible y destructiva que pueda ocurrirme y habitar en mi corazón, porque me aleja de Él, me separa fuertemente y me deja ciego, sordo, insensible. ¡Me hace decir que Él no existe, mientras que está muy cerca; que Él me odia, mientras que me ama con amor eterno y fiel (Dt 1, 27)! ¡Es la más grande de las sinrazones! En el libro del Éxodo, de los Números o en los Salmos, encuentro que el pueblo del Señor llora, se lamenta, se enfada, murmura, se cierra en sí mismo, se va, muere (Ex 16, 7ss; Num 14, 2; 17, 20ss; Sal 105, 25)); un pueblo sin esperanza y sin vida. Comprendo que esta situación se crea cuando no hay ya diálogo con el Señor, cuando se ha roto el contacto, cuando, en vez de preguntarle y de escucharlo, permanece en mí solamente la murmuración: esta especie de zumbido constante dentro del alma, en los pensamientos, que me hace decir: "¿Podrá el Señor preparar una mesa en el desierto?" (Sal 77, 19). Si murmuro contra mi Padre, si dejo de creer en su Amor hacia mí, en su ternura que me colma de todo bien, permanezco sin vida, sin alimento para el camino de cada día. O, si me enfado, me encelo porque Él es bueno, porque da su amor a todos sin medida, hago como los fariseos (Lc 15, 2; 19, 7), entonces permanezco completamente solo y, además de no ser ya hijo, no soy ni siquiera hermano de nadie. De hecho la murmuración contra Dios está unida a la murmuración contra los hermanos y hermanas (Fil 2, 14; 1 Pt 4, 9). Aprendo todo esto siguiendo el significado de este verbo …

• El don del Hijo del hombre: el Espíritu Santo
Me parece entrever un camino de luz, trazado por el Señor Jesús y casi escondido en estos versículos tan densos y llenos de riqueza espiritual. El punto de partida está en la escucha verdadera y profunda de sus palabras y en la acogida de las mismas; de aquí a la purificación del corazón, que de corazón de piedra, endurecido y cerrado, se convierta, por la ternura del Padre, en corazón de carne, maleable, al cual Él puede herir y plasmar, que puede tomar entre sus manos y apretarlo contra sí, como un don. ¡Sì, todo esto realizan las Palabras de Jesús cuando me tocan el corazón y entran en mí! Solamente así puedo proseguir mi camino, venciendo las murmuraciones y el escándalo, hasta poder alcanzar a ver a Jesús con ojos diversos, ojos, incluso, renovados por la palabra, que no permanecen en la superficie, en la dureza de la costra, sino que aprenden, cada vez, a ir más lejos y a mirar más alto. "Y si vierais al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?" (v. 62). Es la acogida del Espíritu, don del resucitado, don de la subida a la derecha del Padre, don de lo alto, don perfecto (St 1, 17); Él dijo: "Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32) y me atrae con el Espíritu, me hace suyo con el Espíritu, me envía en el Espíritu (Jn 20, 21s), me hace fuerte gracias al Espíritu (Hch 1, 8). Si hago un recorrido a través de las páginas del Evangelio, veo cómo el Espíritu del Señor es la fuerza que llena a toda persona, a cualquier realidad, porque es el amor eterno del Padre, es la vida misma de Dios que se nos comunica. Estoy más atento, me inclino ante las expresiones, ante los verbos usados, ante las palabras que se encuentran y que se iluminan, enriqueciéndose mutuamente: siento que estoy inmerso dentro de esta Agua viva que brota y se oye el rumor, siento que recibo un nuevo bautismo y doy gracias por ello con todo el corazón al Señor. "Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego" (Mt 3, 11), grita Juan y, mientras leo, esta palabra se realiza dentro de mí, en todo mi ser. Siento que el Espíritu habla en mí (Mt 10, 20); que, con su fuerza, aleja de mí el espíritu del mal (Mt 12, 28); que me llena, como hizo con Jesús (Lc 4,1), con Juan Bautista (Lc 1, 15), con la Virgen María (Lc 1, 28. 35), con Isabel (Lc 1, 41), con Zacarías (Lc 1, 67), con Simeón (Lc 2, 26), con los discípulos (Hch 2, 4), con Pedro (Hch 4, 8) y con tantísimos otros. Siento y encuentro el Espíritu que me enseña lo que debo decir (Lc 12, 10); que me hace nacer verdaderamente, para no morir jamás (Jn 3, 5); que me enseña todo y me recuerda todo lo que Jesús ha dicho (Jn 14, 26); que me guía a la verdad (Jn 16, 13); que me da la fuerza para ser testigo del Señor Jesús (Hch 1, 8), de su amor por mí y por cada hombre.

• El combate de la fe: ¿en el Padre o en el maligno?
Este trozo de Juan me coloca frente a una gran lucha, a un combate cuerpo a cuerpo entre el Espíritu y la carne, entre la sabiduría de Dios y la inteligencia humana, entre la Palabra y los razonamientos de la mente, entre Jesús y el mundo. Entiendo bien que Job tenía razón cuando decía que la vida del hombre sobre la tierra es tiempo de tentación, es una lucha (Jb 7, 1), porque también yo experimento que el maligno trata de desanimarme, haciéndome dudar de las promesas divinas e impulsándome lejos de Jesús. Querría arrojarme lejos, trata de endurecerme el corazón, de encerrarme, de hacer trizas mi fe, mi amor. Lo siento como un león rugiente que ronda en torno de mí, tratando de devorarme (1 Pt 5, 8), como tentador, creando división, como acusador, como el que se ríe de mí y me repite continuamente: "¿Dónde está la promesa de su venida?" (2 Pt 3, 3s). Yo sé que solamente puedo vencer con las armas de la fe (Ef 6, 10-20; 2 Cor 10, 3-5), solamente con la fuerza que me viene de las mismas Palabras de mi Padre; por esto yo las elijo, las amo, las estudio, las escruto, las aprendo de memoria, las repito y digo: "¡Aunque un ejército acampara frente a mí, mi corazón no tiembla; si me declara la guerra, me siento tranquilo!" (Sal 26, 3).

• La confesión de la fe en Jesús, Hijo de Dios
La aparición de Simón Pedro al final de esta perícopa, es como una perla engastada sobre una joya preciosa, porque es el que nos grita la verdad, la luz, la salvación, a través de su confesión de fe. Extraigo otros trozos del Evangelio, otras confesiones de fe, que ayuden en mi incredulidad, porque también yo quiero creer y después conocer, quiero creer y tener estabilidad (Is 7, 9): Mt 16, 16; Mc 8, 29; Lc 9, 20; Jn 11, 27.

Un momento de oración: Salmo 18

Himno de alabanza por la Palabra del Señor, que da sabiduría y alegra el corazón

La ley de Yahvé es perfecta,
hace revivir;
el dictamen de Yahvé es veraz,
instruye al ingenuo.
Los preceptos de Yahvé son rectos,
alegría interior;
el mandato de Yahvé es límpido,
ilumina los ojos.

R. ¡Señor, tu tienes palabras de vida eterna!

El temor de Yahvé es puro,
estable por siempre;
los juicios del Señor veraces,
justos todos ellos,
apetecibles más que el oro,
que el oro más fino;
más dulces que la miel,
más que el jugo de panales.
Por eso tu siervo se empapa en ellos,
guardarlos trae gran ganancia.

R. ¡Señor, tu tienes palabras de vida eterna!

Pero ¿quién se da cuenta de sus yerros?
De las faltas ocultas límpiame.
Guarda a tu siervo también del orgullo,
no sea que me domine;
entonces seré irreprochable,
libre de delito grave.
Acepta con agrado mis palabras,
el susurro de mi corazón,
sin tregua ante ti, Yahvé,
Roca mía, mi redentor.
R. ¡Señor, tu tienes palabras de vida eterna!

Oración final

Señor, gracias por tus palabras que han despertado en mí el espíritu y la vida, gracias porque tú hablas y la creación continua, tú me plasmas aún, imprimes en mí tu imagen, tu semejanza insustituibles. Gracias, porque tú, con amor y paciencia, me esperas, incluso cuando murmuro, cuando me escandalizo, cuando me dejo llevar por la incredulidad, o cuando te vuelvo la espalda. Perdóname, Señor, por todo esto y continúa curándome, haciéndome fuerte y feliz en el seguimiento a ti, ¡solamente a ti! Señor, tú has subido adonde estabas antes, pero estás con nosotros y no dejas de atraernos, uno por uno. ¡Atráeme, Señor, y yo correré, porque he creído de verdad y he conocido que tú eres el Santo de Dios! Te ruego, Señor, que hagas que mientras corro hacia ti, no esté yo solo, sino que me abra cada vez más a la compañía de los hermanos y hermanas; junto con ellos, yo te encontraré y seré tu discípulo todos los días de mi vida. Amén.

(fuente: ocarm.org)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...