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sábado, 9 de enero de 2016

"Tranquilícense, soy yo; no teman"

Sábado de tiempo de Navidad después de la Epifanía del Señor
(09/01/2016)

Epístola I de San Juan 4, 11-18. 

Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros. Nadie ha visto nunca a Dios: si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros. La señal de que permanecemos en él y él permanece en nosotros, es que nos ha comunicado su Espíritu. Y nosotros hemos visto y atestiguamos que el Padre envió al Hijo como Salvador del mundo. El que confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, permanece en Dios, y Dios permanece en él. Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él. La señal de que el amor ha llegado a su plenitud en nosotros, está en que tenemos plena confianza ante el día del Juicio, porque ya en este mundo somos semejantes a él. En el amor no hay lugar para el temor: al contrario, el amor perfecto elimina el temor, porque el temor supone un castigo, y el que teme no ha llegado a la plenitud del amor.


Salmo 72(71), 2.10-11.12-13.

Para que gobierne a tu pueblo con justicia
y a tus pobres con rectitud.
Que los reyes de Tarsis y de las costas lejanas le paguen tributo.

Que los reyes de Arabia y de Sebá le traigan regalos;
que todos los reyes le rindan homenaje
y lo sirvan todas las naciones.

Porque él librará al pobre que suplica
y al humilde que está desamparado.

Tendrá compasión del débil y del pobre,
y salvará la vida de los indigentes.


del Evangelio según San Marcos 6, 45-52.

Después que los cinco mil hombres se saciaron, en seguida, Jesús obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y lo precedieran en la otra orilla, hacia Betsaida, mientras él despedía a la multitud. Una vez que los despidió, se retiró a la montaña para orar. Al caer la tarde, la barca estaba en medio del mar y él permanecía solo en tierra. Al ver que remaban muy penosamente, porque tenían viento en contra, cerca de la madrugada fue hacia ellos caminando sobre el mar, e hizo como si pasara de largo. Ellos, al verlo caminar sobre el mar, pensaron que era un fantasma y se pusieron a gritar, porque todos lo habían visto y estaban sobresaltados. Pero él les habló enseguida y les dijo: "Tranquilícense, soy yo; no teman". Luego subió a la barca con ellos y el viento se calmó. Así llegaron al colmo de su estupor, porque no habían comprendido el milagro de los panes y su mente estaba enceguecida.







REFLEXIÓN

Es conocido por todos aquel dicho: “Para el que no quiere ver, no hay mas que cerrar los ojos.” En el Evangelio de hoy vemos que el mismo Cristo suspira tristemente asombrado al verificar la ceguera con que los fariseos se niegan a ver los signos ya realizados por Él. Es increíble, porque en este minuto del Evangelio (estamos en el capitulo 8 de Marcos) Cristo ha realizado ya innumerables signos. Escuchen algunos de ellos:

- Marcos 1, curación de un endemoniado, de la suegra de Simón Pedro y de un leproso.
- Marcos 2, curación de un paralítico.
- Marcos 3, curación del hombre con la mano paralizada.
- Marcos 4, Jesús calma la tempestad.
- Marcos 5, curación de otro endemoniado, curación de la hemorroísa y, escuchen bien, resurrección de la hija de Jairo.
- Marcos 6, multiplicación de los panes y, además, Jesús camina sobre las aguas.
- Marcos 7, curación de la hija de la siro-fenicia y curación de un tartamudo sordo.
- Marcos 8, segunda multiplicación de los panes. A la luz de éstos y muchos otros signos, que he silenciado para no hacer eterna la lista, los fariseos tiene el tupé de decirle a Cristo que quieren más signos.

Calculen, entonces, cuál no será el dolor de Cristo ante tanta cerrazón. Porque, como bien dice ese otro dicho, “No hay peor ciego que el que no quiere ver”.

Por lo demás, Cristo está viviendo ahora en carne propia algo que ya experimentara su mismo Padre, nuestro Dios, cuando, acompañando al pueblo israelita en el desierto, fue negado y desairado por ese mismo pueblo a quien Él había liberado de Egipto. Piensen cuál no sería la pena del mismísimo Dios cuando tuvo que ver cómo el Pueblo Elegido le daba la espalda en el desierto.

Y escuchen bien, esto después de algunos prodigios enormes como, por ejemplo, abrir el paso del mar para liberar al pueblo de Egipto, dar de comer el maná para que no perecieran de hambre en el desierto, dar de beber de una roca, sacar agua de la piedra para que no murieran de sed, y un larguísimo etcétera que pueden revisar releyendo y meditando el libro del Éxodo.

He querido compartir con ustedes estas enumeraciones de signos, tanto los de Jesús como los del Padre, con la intención de dejarles algunas importantes preguntas para su oración: ¿cómo está hoy tu Fe en Dios? en tu vida, en tus veinte, treinta, cuarenta años. ¿Hasta cuánto piensas seguir pidiendo signos y más signos a Dios?

Te propongo, a la luz de estas preguntas, un ejercicio espiritual para tu oración de hoy. Recorre tu vida, tu biografía, tu propia historia de salvación. Recórrela con los ojos de la Fe y verás que Dios ya ha querido regalarte signos más que elocuentes de su presencia en tu vida y de su amor por ti. Se trata, entonces, de abrir los ojos. Se trata, no tanto de pedir más signos, sino de ser capaces de descubrir los que ya están, los que ya han sido, los que en este mismo momento son.

El Evangelio termina bastante duramente, diciendo que Cristo se marchó de la compañía de esa gente y se fue, literalmente, a la orilla opuesta. Quiera Dios que también nosotros partamos con Cristo hacia la orilla opuesta a la incredulidad, hacia la orilla opuesta hacia la ceguera y la cerrazón. Quiera Dios que vivamos con Cristo en la orilla de la fe, de la confianza en Dios, donde los signos, ya existentes, se dejan ver con claridad. Que así sea.

escrito por Padre Germán Lechini
(fuente: www.oleadajoven.org.ar)

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