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domingo, 14 de febrero de 2016

"Está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios"

Primer domingo de Cuaresma
(14/02/2016)

Deuteronomio 26, 4-10. 

El sacerdote tomará la canasta que tú le entregues, la depositará ante el altar, y tú pronunciarás estas palabras en presencia del Señor, tu Dios: "Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y se refugió allí con unos pocos hombres, pero luego se convirtió en una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una dura servidumbre. Entonces pedimos auxilio al Señor, el Dios de nuestros padres, y él escuchó nuestra voz. El vio nuestra miseria, nuestro cansancio y nuestra opresión, y nos hizo salir de Egipto con el poder de su mano y la fuerza de su brazo, en medio de un gran terror, de signos y prodigios. El nos trajo a este lugar y nos dio esta tierra que mana leche y miel. Por eso ofrezco ahora las primicias de los frutos del suelo que tú, Señor, me diste". Tu depositarás las primicias ante el Señor, tu Dios, y te postrarás delante de él.


Salmo 91(90), 1-2.10-11.12-13.14-15.

Tú que vives al amparo del Altísimo
y resides a la sombra del Todopoderoso,
di al Señor: «Mi refugio y mi baluarte,
mi Dios, en quien confío».

No te alcanzará ningún mal,
ninguna plaga se acercará a tu carpa,
porque Él te encomendó a sus ángeles
para que te cuiden en todos tus caminos.

Ellos te llevarán en sus manos
para que no tropieces contra ninguna piedra;
caminarás sobre leones y víboras,
pisotearás cachorros de león y serpientes.

“Él se entregó a mí,
por eso, yo lo libraré;
lo protegeré, porque conoce mi Nombre;
me invocará, y yo le responderé.

Estaré con él en el peligro,
lo defenderé y lo glorificaré.


Carta de San Pablo a los Romanos 10, 8-13.

¿Pero qué es lo que dice la justicia?: La palabra está cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, es decir la palabra de la fe que nosotros predicamos. Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado. Con el corazón se cree para alcanzar la justicia, y con la boca se confiesa para obtener la salvación. Así lo afirma la Escritura: El que cree en él, no quedará confundido. Porque no hay distinción entre judíos y los que no lo son: todos tienen el mismo Señor, que colma de bienes a quienes lo invocan. Ya que todo el que invoque el nombre del Señor se salvará.


del Evangelio según San Lucas 4, 1-13.

Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó de las orillas del Jordán y fue conducido por el Espíritu al desierto, donde fue tentado por el demonio durante cuarenta días. No comió nada durante esos días, y al cabo de ellos tuvo hambre. El demonio le dijo entonces: "Si tú eres Hijo de Dios, manda a esta piedra que se convierta en pan". Pero Jesús le respondió: "Dice la Escritura: El hombre no vive solamente de pan". Luego el demonio lo llevó a un lugar más alto, le mostró en un instante todos los reinos de la tierra y le dijo: "Te daré todo este poder y el esplendor de estos reinos, porque me han sido entregados, y yo los doy a quien quiero. Si tú te postras delante de mí, todo eso te pertenecerá". Pero Jesús le respondió: "Está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto". Después el demonio lo condujo a Jerusalén, lo puso en la parte más alta del Templo y le dijo: "Si tú eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: El dará órdenes a sus ángeles para que ellos te cuiden. Y también: Ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra". Pero Jesús le respondió: "Está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios". Una vez agotadas todas las formas de tentación, el demonio se alejó de él, hasta el momento oportuno.







LECTIO DIVINA

I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en como lo dice

La tradición evangélica (Mc 1,12 - 13; Mt 4,1 - 11; Jn 6,14 - 15; 7,1 - 9; 12,27 - 28) , y no solo ella (Heb 2,14 - 18; 4,15), nos transmite el hecho desconcertante de que Jesús fue tentado. Lucas coloca estratégicamente su relato de las tres tentaciones (Lc 4,1 - 13): inmediatamente después de haber afirmado la plena humanidad de Jesús con la divulgación de su genealogía (Lc 3,23 - 38) y antes de narrar propiamente el inicio de su ministerio público en Nazaret (Lc 4,14 - 30). El por Dios proclamado hijo amado (Lc 3,22) es hijo de su pueblo y de la humanidad (Lc 3,23 - 37). Antes de ser rechazado por su paisanos (Lc 4,2 4 - 30), deberá optar por ser como Dios lo quiere, su hijo predilecto. La filiación divina es para Jesús gracia que debe ser defendida; la tentación que, triplicada, sufrirá es una experiencia que afronta guiado por el Espíritu. Es verdad que surge cuando más débil se siente, tras un largo ayuno. Pero no es la debilidad humana sino el enemigo de su Dios la fuerza que lo tienta.

Lucas ha cambiado del orden narrativo de Mateo; así hace de la tentación en el templo de Jerusalén el ápice del ataque diabólico, que ha iniciado y termina poniendo en duda la filiación divina de Jesús (Lc4,3.9), cuanto Dios le había asegurado en su bautismo (Lc 3,22). Tentado, Jesús sufre la lucha entre dos voluntades, entre dos poderes, el del Padre que lo quiere hijo, y el del diablo, que cuestiona la voluntad de Dios. Aunque sea Jesús, su conciencia personal, el lugar de la batalla, son Dios y su antagonista los protagonistas.

La relación de los tres asaltos, una única tentación, es esquemática: el primero y el último (Lc 4,3.9) condicionan lo que Jesús sabe ser, hijo de Dios, a la satisfacción de su más perentorias necesidades, el imprescindible alimento y el deseado cuidado. En el segundo envite el demonio cambia de táctica y se vuelve prometedor: si Jesús lo adora, será omnipotente. Es significativo que esta promesa no vaya avalada por la palabra de Dios, como las dos anteriores. Y más significativo aún es que Jesús resista las tres embestidas, y las venza, apoyándose sine glossa en la palabra del Padre. Los hijos se salvan cuando dejan que sea el Padre, su Palabra, quien los defienda. Atenerse a cuando Dios ha dicho es mantenerse en el amor del Padre.

II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a la vida

Conducido por el Espíritu, Jesús es probado en el desierto. El relato, en apariencia lineal e ingenuo, está cargado de sentido y simbolismo: Jesús repite la experiencia de Israel y sale, hasta ‘otra’ ocasión, triunfador del maligno. La posesión del Espíritu de Dios y su dominio de la Palabra le conducirán a una triple victoria: vict oria sobre su propia necesidad vital, victoria sobre su sed de poder y victoria sobre su propia conciencia de ser hijo de Dios. En los tres casos, Jesús deja que Dios sea Dios y ése es su éxito frente al tentador: hambriento, prefiere el querer de Dios como alimento; necesitado de poder, se pone a disposición de Dios; sabiéndose hijo, opta por no tentarlo. Si el hijo probó la tentación y dejó probada su filiación, difícilmente podría aspirar a ser considerado hijo quien rehúse la prueba o tema sucumbir en ella. Quien posea el Espíritu de Jesús y apoye su obediencia en la Palabra, saldrá victorioso de cualquier prueba, porque sabrá contar con Dios incluso cuando la tentación nos ponga a prueba su fidelidad.

Por inexplicable que nos parezca, hoy tendría que ser para nosotros una buena noticia el saber que Jesús fuera tentado. Hay algo bueno y esperanzador en ello. No en vano se nos acaba de proclamar como palabra de Dios la narración de las pruebas a que fue sometido Jesús en el desierto. Y lo primero que deber íamos aprender del evangelio de hoy es que nada hay de lamentable, nada es indigno, en padecer tentación: si el Hijo de Dios la conoció, no debería humillarnos tener que reconocer que vivimos expuestos a ella. Quien no sabe de dudas, no se sabrá nunca seguro. Si no hemos sentido la tentación de liberarse de Dios, no se sentirá la alegría de mantenernos en su presencia; quien no ha podido abandonar a Dios, no tendrá tampoco razones para quedarse con Él.

Quien no ha sentido la ilusión de programarse la vida desde sí mismo, y con los propios recursos, no consentirá del todo al plan que Dios le propone. Quien no ha intentado vivir a su propia luz y con sus propias fuerzas, no sabrá qué significa vivir a la luz de Dios y con su fuerza.

El creyente tentado no es un fiel más débil, sino quien más posibilidad tiene de mostrar su fortaleza. Sólo quien ha sido probado, ha dejado probada su fidelidad. Una fidelidad no probada es, todavía, una fidelidad por probar, algo de poco monta. Tendríamos que recordar más a menudo que la tentación, nuestras tentaciones diarias, no son el obstáculo para encontrarnos con Dios, sino la ocasión para quedarnos con Él. No se siente tentado de dejar a Dios sino quien convive con Él. Es gratificante, es esperanzador, es en verdad una buena noticia, saber que la tentación la tienen los hijos de Dios, no sus enemigos, los extraños. El odio no es tentación para el enemigo, sino sólo para el amigo y familiar. Sentirse provocado para renunciar al padre es la prueba que caracteriza a sus hijos.

Un día fue la prueba de Jesús, el Hijo de Dios. Saberlo nos debe llevar a aprovechar nuestras tentaciones, esas pruebas pequeñas, las más frecuentes, y esas otras más importantes, las menos corrientes, para probar a Dios nuestra fidelidad y para permitirle que nos apruebe como sus hijos.

La primera tentación que conoció Jesús se refiere a su necesidad de alimento. Tras cuarenta días de ayuno, sintió hambre y la tentación de satisfacerla con su poder divino; le bastaba, en efecto, gritárselo a las piedras para que se le convirtieran en manjar. Pero resistió su hambre y se negó a satisfacerla milagrosamente; sabía que a Dios, su Padre, debía la vida y era a Él a quien competía su custodia. Prefirió confiarse a Dios a confiarse en sus fuerzas; era para él más fuerte la necesidad de Dios que el necesario pan.

El hijo sabe que lo decisivo no es vivir angustiado por satisfacer los propios deseos y necesidades, por vitales que éstos sean, sino vivir para satisfacer los deseos y la necesidad del Padre. No define al hijo lo que éste necesita, sino cuánto lo necesita su padre. Perder tiempo y vitalidad en procurarse un alimento que le satisfaga, hace inútil al padre que vive para dar vida a sus hijos y para mantenérsela. No hay que maravillarse de que Jesús sintiera hambre, ni siquiera de que sintiera la tentación de procurarse alimento; pero hay que envidiarle su capacidad de retrasar su satisfacción para concederle a Dios, su Padre, la satisfacción de agotársela. Deberíamos aprender de Jesús, el hijo de Dios, si queremos hacer a Dios nuestro Padre, a poner en sus manos nuestras necesidades y a esperar de Él su satisfacción; para los hijos de Dios nada, ni la urgencia más irresistible, es preferible a la voluntad del Padre.

La segunda prueba que sintió Jesús es aún más actual, más peligrosa también. Se le ofreció todo el poder del mundo, si renegaba de su Padre y Dios. La negativa de Jesús es neta: sólo Dios puede aspirar a exigirle un servicio exclusivo. Únicamente al padre se le debe obediencia filial. Nada es preferible a Dios, ni siquiera un poder tan grande que nos a Él nos asemejara: contar con Dios como Padre es contar con el poder de Dios.

Quien, como Jesús, se libera de la tentación de ejercer el poder sobre los demás, no se hace más débil. Permite que Dios sea con mayor facilidad su Dios y se convierte con mayor seguridad en su hijo. Y es que saberse siervo de un sólo Dios nos libera de todos los demás dioses. Bien lo sabemos: nadie es más libre que quien tiene a un sólo señor que servir. Tener a Dios como único Dios nos hace hijos de un único Padre. ¡Con cuánta mayor libertad viviríamos, si viviéramos cultivando únicamente a Dios! En cambio, porque nos desvivimos cultivando nuestros miedos a ser insignificantes, acrecentando nuestra angustia ante lo poco que valemos o podemos, comparándonos continuamente con cuanto han conseguido los otros, no logramos vivir seguros de tener a todo un Dios como Padre y Señor único. No optando por servirle únicamente a Él y nos perdemos la oportunidad de que ponga a nuestra disposición su omnipotencia de Dios; a limentando otras filiaciones, le negamos que sea Él nuestro único Padre.

La tercera prueba que superó Jesús fue la más sutil y grave. Como estaba tan seguro de ser hijo de Dios, sintió que podía contar sin más con la protección de su Padre. ¿Para qué sirve un Padre que no puede salvar a su hijo? De poco serviría un Dios que no ayudara a los suyos. La confianza de Jesús pudo llevarle a la temeridad: la vida del hijo no puede arriesgarse sólo porque se está seguro de estar al cuidado del padre. Para autentificarse como hijo no hay que poner a prueba el propio Padre.

Jesús, el hijo verdadero no tentó al Padre poniéndole a prueba sólo porque se sabía hijo. Quien espera demasiado de Dios, quien le exige más de lo que Él está dispuesto a conceder en un momento dado, quien se defrauda de un Dios que no acude cuando se le necesita, pone a prueba a Dios, menosprecia sus decisiones y desprecia su querer. Un Dios que se precia, no está a disposición de quien le necesita o sólo cuando se le necesita. El Padre de Jesús quiere ser Dios nuestro siempre, en la necesidad y en la abundancia, en el llanto y en la alegría, en el aprieto y en anchura. Tomarlo en serio cuando nos hace falta equivale a hacerle inútil si no tenemos de Él necesidad. No hacerlo Dios siempre es no hacerlo Dios nunca. Y un buen hijo se cuida de no prescindir de su Padre: ni cuando necesita de sus cuidados ni cuando puede prescindir de ellos, deja de considerarse hijo.

Jesús, el Hijo de Dios, nos recuerda hoy que sufrir tentación no es algo vergonzante, que no hay hijo que se precie si no ha sentido alguna vez deseos de dejar a su padre. Si ello es consolador, no es menos exigente. Sólo quien opta por quedarse en casa, junto a su Padre, haciendo su voluntad cueste lo que cueste, es hijo para su Dios. Si la tentación es el camino para quedarnos de forma más consciente con Dios como Padre, bienvenida sea.

(fuente: donbosco.es)

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